Podría afirmarse que el hombre es un animal pintor por naturaleza. Desde Altamira o Lascaux hasta el muro de la vergüenza israelí, pasando por el de Berlín, con tierras y sebo o spray industrial, el ser humano ha dejado su impronta en las paredes. En un acto simbólico y puritano ha vestido la desnudez de los muros, ha tapado sus vergüenzas y deterioros, ha disimulado la humildad o tosquedad de sus materiales, elevándolos de rango, ascendiéndolos de categoría, sublimándolos, convirtiéndolos en prolongación del yo —individual o colectivo—, en reflejo de un escalafón social, de un nivel, de un prestigio, de un poder —real o imaginario—.
Para ello, aunque a lo largo de la Historia se han utilizado los más diversos procedimientos, el predominante en la decoración mural ha sido siempre la pintura, en múltiples variantes. La encáustica fue la técnica más extendida en las antiguas civilizaciones, pero —al menos, durante los dos últimos milenios— el temple y el fresco han sido los más utilizados, alcanzándose, con éste último especialmente, insuperables cotas de esplendor. Su uso y vigencia ha permanecido imperturbable, sin apenas variaciones técnicas, hasta bien entrado el siglo XX.
No hay hito humano que no haya quedado registrado en las paredes. Particularmente, en las de templos y palacios, en las de salones burgueses y edificios públicos. Porque sobra precisar que, salvo contadas excepciones, el muralismo siempre ha estado al servicio del poder, ya sea religioso, económico, político, militar. Revolucionario, incluso. Pocas veces del lado del pueblo. Y cuando ello ha ocurrido, éste ha figurado como ente abstracto, como etnia, nación, patria o bandera, difuminadas las individualidades en pos de la exaltación colectiva. En este contexto, el artista, el pintor de murales ha sido una especie de sacerdote, un intermediario entre la gente y las más altas instancias terrenales e, incluso, divinas.
“Pinto, luego existo” o la reafirmación individual
Pero no es menos cierto que los muros, además de levantar acta de la Historia con mayúsculas, de la historia oficial—, también se hacen eco de otras historias. Historias oficiosas. Extra-oficiales, incluso. Historias grabadas a sangre y plomo en las tapias de los cementerios —memoria y testimonio de fratricidas guerras y postguerras inciviles—. Y también, esbozos de historias de gente corriente. Historias menores, retazos de historias. Gestos imprecisos, arañazos fugaces en estucos, zafios intentos de dejar huella. Pinceladas de vidas anónimas, individualmente irrelevantes, que en su conjunto —la unión hace la fuerza—, emborronando fachadas, re-dibujan de nuevo la ciudad.
Y cuando las paredes no son suficientes, cualquier superficie vale para dejar la vulgar impronta. La pintura se trastoca entonces en grabado —punta seca navajera— sobre puertas de retrete o en la corteza de los árboles. Firmas, rúbricas, minimalistas corazones heridos por flechas de amor adolescente. Vana búsqueda de posteridad sobre la piel de los bosques, sobre la epidermis de las rocas, sobre la mucosa interna de las grutas. Arte neo-rupestre que cierra un círculo abierto en las postrimerías del Paleolítico.
Y es que, al margen del muralismo oficial —de encargo, políticamente correcto, similar en premisas y postulados a sus equivalentes de épocas pretéritas y, como aquellos, de incuestionable calidad técnica y artística—, hoy por hoy, lo que prolifera es una especie de muralismo popular, espontáneo, exento en muchos casos de intencionalidad artística, presuntamente trasgresor y contra-cultural, supuestamente alternativo. Muralismo de baja intensidad, donde la exaltación del yo y la reafirmación individual, en detrimento del hito colectivo, se constituyen en principal característica. En este aspecto —parafraseando a Descartes—, podría afirmarse que los nuevos muralistas han hecho suyo el axioma: “Pinto, luego existo”.
Si bien es verdad que, aunque a pequeña escala, siempre ha existido esta corriente paralela, no es menos cierto que hasta las últimas décadas nunca había alcanzado semejantes proporciones. Ha sido preciso esperar hasta el convulso siglo XX, casi hasta los albores del XXI, para que la pintura mural, tan conservadora en modos y formas, diera este gran salto cualitativo y, también, cuantitativo.
La revolución de los polímeros o la democratización en el Arte
Tan brusco cambio no hubiera sido posible sin la consolidación de la revolución industrial, que en los albores del siglo XX conllevó también aparejada una revolución artística. La fabricación en serie de las pinturas asestó un duro golpe a las técnicas tradicionales. Mediado el siglo, con la irrupción en el mercado de nuevos materiales sintéticos, más económicos y de mayor versatilidad, recibirían la puntilla.
Concebidos en origen para su uso mural —no necesariamente artístico—, los nuevos medios logran adecuarse también a las exigencias del pintor de estudio y caballete. Ya en los años sesenta, el Pop Art propicia su consolidación definitiva. La revolución de los polímeros. El boom de los acrílicos.
Atrás quedaron los rituales iniciáticos del oficio, los tediosos años de aprendizaje bajo la tutela del maestro artesano que, dosificando su sabiduría, gota a gota, de manera casi homeopática, trasmitía al neófito los arcanos de la técnica, la alquimia de los colores, las fórmulas —casi mágicas— para la elaboración de esencias y aceites, de barnices, bálsamos y resinas. En nombre de la modernidad y del progreso, en la actualidad se reniega del pasado, eliminando de un brochazo milenios de tradición y saberes ancestrales. Porque —seamos sinceros— hoy en día, para ser artista, basta con acudir a una tienda especializada y comprar pinturas. Y, como mucho, un manual del tipo “También usted puede hacerlo” o similar. Además, por módico precio, un cursillo de tres horas semanales en un centro cívico resolverá las razonables dudas de quien, ávido de conocimiento, desee profundizar en el tema.
Para bien o para mal, resulta evidente que el Arte se ha democratizado. Ha caído del pedestal, colocándose —hecho añicos— al alcance de las masas. Y todo el mundo es artista y todo vale y cualquiera sentir —en un momento dado— la llamada, la necesidad de comunicarse y trascender a través del arte, de la pintura o de la pintada.
Y así, con semejantes premisas y perspectivas, cada día, un espectro significativo de urbanitas, prófugos del anonimato, ávidos de fugaz notoriedad, autodidactas convencidos de que tienen algo o mucho que decir y que expresar, se lanzan a las calles. Pertrechados de aparejos, presos de una fiebre inexplicable, pintan y repintan las fachadas sin permiso. Unas veces con arte; otras, con nocturnidad, alevosía y malas artes. Poseídos de una especie de neo-horror vacui, saturan los muros de filias y de fobias, de pasiones y obsesiones, de imágenes imprecisas e impredecibles, de garabatos, de borrones y de monigotes.
Y así, a día de hoy, en los albores del XXI, trastocadas en abigarrada miscelánea multicolor —inabarcable tablón de anuncios, lamentable muro de lamentaciones—,todo cabe y es posible en las paredes. Lo banal y lo sublime. La denuncia y la proclama. La oferta y la demanda. La pincelada fina y el exabrupto de brocha gorda. El mensaje rotundo y el indescifrable graffiti de caligrafía imposible. Variopinto baratillo de mensajes solapados, superpuestos, yuxtapuestos, contrapuestos. Colorista batiburrillo, caos policromo, mareante popurrí, a menudo, ininteligible por saturación y sobre-exceso.
Pero, entre tanta subjetividad borrosa, entre tanta impronta difusa y tanta propuesta confusa, “a veces, algunas veces, el ‘pintor’ tiene razón”. Y, excepcionalmente, las paredes sorprenden con algo insospechado. Quizá —por poner tan sólo un ejemplo—, con la obra de algún epígono aventajado de Banksy. O, incluso, con algún trabajo del propio Banksy. Y es entonces cuando la pintada callejera comunica, engancha, atrapa y envuelve. Cobra sentido. Se hace Arte. Arte Mural. Porque es sabido —se suele afirmar— que las paredes oyen. Pero también hay veces que hablan. Y cuando lo hacen, tienen mucho que decir.
( Texto extraído de HORMIRUDI TAILLERRA II - JENDAURREKO HORMIRUDIA / TALLER DE MURALISMO II- MURALISMO PUBLICO 2007, Ed. Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz. Año 2008)
No hay comentarios:
Publicar un comentario